En los jardines árabes, las láminas de agua de los estanques servían para reflejar el cielo y para ver pasar las nubes. Ese lienzo horizontal y móvil tenía también, como el hilo de agua de las acequias, una ambición sonora: la del tranquilizador arrullo de las fuentes, el serpenteante crepitar del agua circulando o el chapoteo de los pájaros cuando bajan a beber. Existía, por último, un objetivo térmico: la creación de un microclima que evaporase el agua, aumentase la humedad y rebajase el calor. Y si todo eso lo hace un poco de agua, qué no harán los ríos y los océanos.
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