“Afortunadamente, en la agenda de los políticos ya no está hacer edificios monumentales. Pequeñas acciones para activar las ciudades y sus espacios públicos son la solución que reclama la sociedad civil”. El que habla es el mexicano Mauricio Rocha, un arquitecto excepcional porque, con proyectos como la Escuela de Artes Plásticas de Oaxaca, ha sido capaz de abrir una vía de futuro aunando la arquitectura humilde del adobe con la monumental de las grandes proporciones. Aunque puede pecar de optimista y a pesar de que el equilibrio que representa su obra es frágil, el proyectista no está solo en su defensa de un cambio en la manera de construir. Y es que, entrado el siglo XXI, la arquitectura está llegando a ámbitos pobres y alejados del poder donde nunca estuvo presente. Ese nuevo campo de actuación agita el debate mezclando motivaciones sociales y culturales.
Muchos de los últimos reconocimientos, como el reciente Premio Pritzker al japonés Shigeru Ban —autor de arquitecturas de emergencia— o el de hace dos años al chino Wang Shu —que levanta edificios reutilizando los escombros de otros—, reconocen el valor y la oportunidad de una arquitectura que antepone la utilidad a cualquier otro factor. También lo han hecho instituciones como el MoMA de Nueva York, que montó la exposición Small Scale Big Change despreocupándose, por primera vez en su historia, de la carga formal que representaban los edificios expuestos.
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